Sin duda, resulta interesante cómo las memorias, los recuerdos sobre alguien cobran un especial y mayor ahínco tras su muerte, quizás porque no lo volveremos a ver por nuestras calles estimulando cuchicheos, extraños asombros en secreteos a su espalda por su manera tan excéntrica que tenía de vestir la vida, la que hoy ha dejado de perfumar el aire de quienes alcanzamos a respirar el aliento de su voz, sus poemas y pinturas, de su ropa, como lo dijo una amiga mía.
Aunque la acepto sin alegría, desconozco la muerte de Leonardo, el poeta sin voz que, por un corto tiempo, apareció como de la nada en Santa Rosa de Osos, al lado de su hermana Gabriela, dándonos a conocer un universo entre lo común e inexplicable, un universo como arrancado de los setentas, como si lo hubiéramos olvidado por un lapso en las absurdas líneas del tiempo, como si sólo existiera en la mente de un visionario, algo así como de un Dalhi, un Burton, un Lynch… despertando con su silencio a un pueblo que, al parecer, dormía a esas horas.
Fotografía: Fredy Martínez
Lo llegué a considerar un nómada más. Al parecer, jamás podríamos surcar los mismos caminos, pero sí coincidir alguno en cierto momento; pues, aunque no parezca, este mundo para nosotros es inmenso debido a nuestra condición y siempre habrá alguien que te hará volver la vista para observar las cosas desde un ángulo más inclinado. Podríamos, incluso, pasar dos veces por el mismo lugar y jamás ver y sentir lo mismo. Un claro ejemplo son sus pinturas, ahora son guardadas con recelo porque ya no huelen a óleo ni a trementina, sino a muerto; sus poemas, cuando son leídos una única vez, sólo esconden una palabra, ahora tienen cientos de estas, partiendo del nombre del autor.
Es justo que Leonardo, al igual que su hermana, nos haya asechado y dejado heridas perennemente abiertas, agravando las condiciones de reclusión en las que vivimos, pues el dolor es lo que da unidad a toda su obra adentro de esta cárcel de prejuicios. Haberle dado voz a este poeta después de que se bajara del bus, fue hacer que “la matraca” de la cual todos hablaban se convirtiera en una especie de sonajero, aunque conservara la anterior forma.
Que haya muerto tan joven, como lo prefieren los dioses, luchando sin luchar entre nosotros, sumido en la ignorancia de ellos, los que “no saben absolutamente nada y cuando digo nada me refiero a todo”, no ha sido excusa suficiente para haberlo considerado, desde un principio, como poeta sin voz. En la lápida que le ofrendo, después de su nombre, estará inscrita la palabra: Poeta.
Leandro Múnera
(Santa Rosa de Osos, 20 de febrero de 2012)